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miércoles, 30 de octubre de 2019

Ladridos



La casa de madera vieja se veía desde la lejanía iluminada por el parpadeo de lo que, seguramente, se trataría de velas. Los marcos de las ventanas se percibían de una decoración natural entre musgo invasor, roña y desgaste astillado. La baja valla que custodiaba el hogar desprendía intenciones de dejar atrapado entre sus láminas a cualquiera que osase cruzarla, quizá por alguna leyenda urbana con cierta verdad de haber sucedido algo similar en el pasado. La realidad es que los que habitaban los alrededores del lugar se desentendían de todo lo proveniente del terreno tenebroso.

Saúl, el vecino más próximo cuya actitud era de eterna prevención con todo, se quedó la noche de ese jueves sin la compañía de su mujer e hijos. Ella tenía una cena de empresa en la que se había propuesto llevar a los pequeños, llegarían por la mañana. Saúl, por su parte, vio una oportunidad para expandirse en su propia casa. Hacía tantos años que no tenía tal privilegio, que las humildes paredes de pronto se le hicieron toda una mansión. Encendió la chimenea, se sentó frente a ella sobre una alfombra de pelito color burdeos, y adoptó una postura totalmente de yoga. Mientras tanto, fuera la oscuridad plena se despistaba tan solo por aquella intermitente luminosidad encerrada.

Estar cerca del fuego empezaba a ser insuficiente, la brisa fría que entraba por la rendija abierta de la ventana provocaba que el vaho de Saúl fuese visible. Acurrucándose con sus propios brazos, se acercó a la apertura apartando previamente la cortina de encaje. A la par que se aislaba de la heladez exterior, un ladrido atrajo su mirada a la luz tenue y entrecortada de la casa a evitar. En el preciso instante que sus ojos se tornaron hacia el interior de su propiedad, se produjo un segundo ladrido que le impulsó a volver a mirar. Quiso entonces, con cierto pulso acelerado pese a permanecer en su casa, fijarse en si intuía movimiento alguno. Nada, ni una leve sombra. Los minutos que duraron tal contemplación no volvió a escucharse un solo ladrido. No hasta que se dispuso a quitar su mirada del aparente hogar inhabitado. Esta vez fueron ladridos continuos, lo fueron porque su reacción instintiva ya no fue la de volver a observar, sino que se apartó asustado tropezando con la silla de madera que tenía detrás y dejando a la cortina hacer su labor de opacidad visual. Los golpes en su pecho se incrementaron y lo devolvieron a su alfombra. Se propuso dejarlo estar, en algún momento cesarían los ladridos. No fue así, pero él tenía la sensación de poder acabar con tal molesto ruido. Sólo tendría que volver a mirar. Se acercó a la cortina, los ladridos persistían. Su mano, lentamente, cogía el borde de la cortina. Dudoso, envuelto en pánico, pensó por última vez si no sería mejor opción seguir escuchando aquellos ladridos. Lo habría sido... Cuando deslizó la cortina y se reflejó en sus ojos la casa, la ausencia de aquellos ladridos le paralizó por completo durante toda una hora. Las piernas empezaban a flojear y quiso comprobar si, sin desviar la mirada, el moverse intervendría de algún modo. No pasó nada, sus ojos seguían allí clavados. A tientas, arrastró la silla que tenía a sus espaldas y, rotándola, pudo sentarse convirtiéndose en la estática imagen de un anciano aferrado al cristal desde el que ver la vida pasar. El cansancio, la noche oscura, el ambiente ya cálido del hogar y, sobre todo, la ausencia de ruidos, hizo mella en Saúl aportando peso en sus párpados. Estaba apunto de pegar una primera cabezada cuando le desveló de nuevo un gruñido lejano pero intenso. Otra vez silencio.

Por la mañana, al entrar su mujer e hijos, le vieron allí sentado como si estuviese en una clase avanzada de yoga. Sobre la alfombra burdeos.

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Abel Jara Romero

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