El fulgor máximo en la constelación 'Pez Austral', cual birrete de un catedrático cósmico, es la imponente estrella Fomalhaut.
Su poso de reacciones químicas, como dirían mis admirados alquimistas tradicionales, es un magisterio de materia acumulada. Seguro que maestros de la fotografía, como Hiroshi Sugimoto, han deseado alguna vez tener ocasión de capturar este tipo de instantáneas como un saxátil adherido a una cámara. Poder congelar la inercia, ser capaz de escuchar en una foto el jadear de las profundidades del universo, el repicar de una campana estelar reconvirtiéndose en emisora eterna de un sinfín de sociedades inhóspitas, ese lapsus temporal proyectando la metáfora de girasoles con hospedajes de pipas alimento para el devenir existencial...
Tal amalgama no es que dignifique un aprobado total en el sentido de la vida, es que deja paupérrimo a un jodido diez en la escala creativa y creacional. En sí cobijará y custodiará contraseñas indescifrables para tantas generaciones como las ya pretéritas. Ni el dios Neptuno podría con tanto fuego pasional, aunque se quedase escuálidamente seco intentándola enjoyar con sus aguas más gélidas. Para este vulnerable dios mitológico, esta estrella y todo su alrededor sería un ubérrimo territorio al cual no podría conquistar ni realizando zoom en un yoctómetro escogido aleatoriamente. Ni siquiera lo podría tapizar en su hipotética obsesión de apagar tal luminosidad. En contraposición, él sí sería un desapercibido vertedero ante tanta energía. Esto es una obviedad mayor que la ruptura de cualquier pareja en tiempos del inconformismo absoluto y gratuito de una especie empeñada en destruir su propia etimología.
Este es mi perfume textual sobre una película mental cuya trama dudo que vendiese en taquilla ni a mis más allegados. Pero aquí dejo esta pincelada de una posible idea para elaborar una novela de sci-fiction con mis sellos irremplazables por ninguna IA. Los personajes ya llegarán, si es que los llega a haber.