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lunes, 30 de septiembre de 2019

El Contemplador


En una tarde soleada donde los rayos acariciaban el rostro de Gael, éste permitía dejarse poseer por la actitud más aventurera en la que renacía la parte de sí cuya disposición no era otra que la de deambular dejándose ser el receptor más absoluto de la vida a través de cada uno de sus cinco sentidos.

Al salir del portal de su casa su diafragma se contrajo, para relajarse plácidamente después, gracias a la respiración profunda que acompañaba su cerrar de ojos más instintivo por la libertad que tanto valor le daba al contacto con la calle. Podía ser consciente perfectamente del recorrido que realizaba el oxígeno en su organismo, inundando sus pulmones para sumergirse en sus conductos sanguíneos otorgando a todo su cuerpo un porcentaje del mismo. El instante previo más inmediato a abrir los ojos y ponerse en marcha, los músculos de su cara le concedieron la sonrisa cerrada pero amplia como premio corpóreo tras sentir el oxigenar de su cerebro. Cuando esto sucedía en Gael una certeza se formaba en él: no sabía lo que le deparaban los próximos minutos, ni siquiera hacia dónde se dirigiría, pero era obvia la sensación de calma y seguridad sobre sí mismo.

Justo antes de iniciar a deslizarse sin rumbo, no se olvidaba de saludar con la mirada y una medio sonrisa ladeada al robusto árbol que salvaguardaba con su altura desde tiempos inmemoriales las ventanas de su hogar. Con sus hojas repletas de vértices y del color del cobre mezclado con el verde esmeralda brillando con el reflejo del sol, aquel imponente ser estático le parecía entregar un buen paseo aleteando sus ramas con el consecuente movimiento de aquellas hojas picudas como si innumerables manos le saludaran.

Miraba la textura de los diferentes suelos urbanos, pero también de los más naturales terrenos. Sin embargo, un pensamiento le arrasó abruptamente y Gael, sin poner limitaciones a todo lo que en sí se solicitaba, accedía a no mirar esta vez por debajo de la línea invisible que dibujaba la altura a la que se encontraban sus ojos. Supo que aquello le había surgido por algún artículo leído en el que se transmitía que mirar hacia abajo denota cuanto menos reflexión o desánimo, mientras que hacerlo con tendencia hacia el cielo solía ser signo de positivismo y seguridad. No obstante, Gael no se caracterizaba por una personalidad altiva y eso lo sabía bien, por lo que, aunque cumpliría tal propuesta personal, en su interior era sabedor de que su mirada se sostendría más cerca de la línea que de la inmensidad celestial. Del mismo modo, se conocía más que suficiente como para reconocerse no poder escapar de la magia que hallaba en aquel mar de nubes, por lo que estaba asegurado el vaivén de sus ojos y cuello. 

Durante el transcurso de su paseo, la primera persona que llamó su atención como para ralentizar su ritmo fue un menesteroso al que solían llamar por las calles el indigente del carro. Era verdad que aquel carrito de la compra había desarrollado la capacidad de hablar para rogar un arreglo y un necesario aseo. Pero también le agradecía con emoción a su dueño el permanecer a su lado sin ser despreciado por sus apariencias, aunque bien es cierto que éste no podría reprochárselas si observaba sus vestiduras. La varillas del bolso con ruedas podían pinchar a cualquiera que le rozase por estar fuera de su lugar. A Gael le poseyó una escena violenta en la que el encorvado hombre precisaba defensa y usaba a su amigo incansable ensangrentando la peligrosa varilla. Gael se dio cuenta que no quería nada desagradable en su mente y pronto transformó la sangre en el zumo de una sandía que se le habría escurrido al hombre bañando por completo a su acompañante eterno. Quizá no era un baño, quizá era un trago callejero. Quizá, mientras el hombre bebía de la botella que sujetaba en su mano izquierda, el carro parlanchín bebía el néctar de la sandía recaudando vitaminas que le ayudasen a seguir con vida al lado del barbudo. 

Más adelante, cerca de una especie de estanque con su propia fuente escupiendo a las estrellas, Gael retuvo el jugar de unos ancianos a la petanca. ¿Que la vida se apaga cuando se acerca la vejez? Quien dijese eso no había visto en sus días el movimiento de caderas tan ligero, que superaban de largo el medio siglo, para recoger las bolas del suelo como el viento hace levitar el polvo en el ambiente. Los brazos de aquellos ancianos rotaban y se balanceaban con la misma facilidad que un columpio mece a un niño. Hablando de niños, no muy lejos de aquellas olímpicas personas canosas, se vislumbraba el contraste materializado del tiempo: por un lado estos activos abuelos y, a escasos metros, lo que serían algunos de los nietos empeñados en ensuciarse entre risas y alboroto.

Cuando, sin darse cuenta, Gael se vio acercándose de nuevo a la realidad de su casa, se cruzaba a su lado una muchacha joven, con el pelo rizado y de piel mulata, esbozando una sonrisa tras mantenerle la mirada durante los segundos congelados que alteraron el ritmo cardíaco de su corazón. No quiso girar su cuello, no supo si ella lo habría hecho, en lugar de eso le siguió la mirada pasando de normal a con el rabillo del ojo. Se habían saludado con una tímida reverencia girando el cuello sutilmente, ello produjo la sonrisa cómplice que ambos se regalaron.

Los ladrillos rojizos de su edificio, algunos con su nombre escrito en ellos, recibieron al intrépido contemplador de submundos mientras él cruzaba el umbral de su fortaleza contemporánea dispuesto a afrontar rutinas demasiado densas en ocasiones. Una densidad que se había derretido un poco gracias al recurso de la contemplación.

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