Hartos de la monotonía, aburridos de contemplar
siempre el mismo escenario. Nuestro hogar se hacía ya pequeño para hacerlo
sintiendo esa sensación de novedad por el entorno. Ni la cocina, ni la ducha,
ni las escaleras, ni siquiera el jardín o la piscina. Todos los rincones habían
sido ya testigos de nuestros cuerpos desnudos fusionándose efusivamente.
Una idea se le ocurría entonces a la femme fatal que
tantas veces me hacía estremecer experimentando: hacerlo en su taller de
creación artística rodeados por los colores con los que daba forma a sus
tablillas en las que plasmaba su alocado interior a base de sprays.
Fue entrar a aquella nave y la lujuria se disparó.
Habíamos aguantado demasiado nuestras ganas en el trayecto hasta ese lugar.
Casi no dio tiempo a cerrar la puerta cuando nuestras manos ya recorrían los
cuerpos como si fuésemos dos locos obsesos del sexo. De un lado a otro,
besándonos, acariciándonos, apretándonos. Su espalda topó con el interruptor de
la luz y aquel espacio se dejó ver. Por fin estaba pasando de nuevo en un
entorno desconocido para ese acto.
Nassad se tropezó con su chancla y nos dejamos caer
en una de sus grandes mesas en las que trabajaba. Llevaba aún toda su ropa pero
de poco le servía. Su camiseta de tirantes azul marino con lunares blancos
dejaba sus pechos al descubierto, los tirantes casi le llegaban a los codos.
Los pezones se erguían imponiendo su presencia y yo no podía resistirme a
chuparlos, aspirarlos y pellizcarlos. Ella no se quedaba quieta, de mientras,
aprovechaba para ir arrastrando mi camiseta hasta finalmente arrebatármela. Yo
no sabía a dónde acudir, lo quería probar todo: sus pechos, su cuello, su boca…
Subía y bajaba desde su boca hasta su ombligo, la camiseta ya fue lanzada por
los aires.
Al principio ella más bien disfrutaba pero, tras
unos minutos, se fue animando también para hacer disfrutar. Su boca empezaba a
recorrerme sin rumbo, me mordía. Mis manos viajaban entonces por su espalda,
sin dejar de sentir el arqueo producido por su columna. Expandió, de pronto, su
terreno sacándome una sonrisilla. Esta vez se había deshecho ella de mi
pantalón antes que yo del suyo. Mi erección se intuía por debajo del
calzoncillo. Me tocaba inyectando presión mientras su mirada me atravesaba con
picaresca. Atravesó la frontera entre la tela y la piel e indagó a fondo
combinando con su boca alrededor del ombligo y sin quitarme aquella mirada.
La levanté enérgicamente, la puse de pie contra
aquella pared que un día decoró combinando spray verde, rosa y azul y le
desabroché la cremallera de ese pantalón rosa palo entreviendo su ropa interior
roja con transparencias. No paré de besar su cuello, su boca, su barbilla. De
mordisquearla, saborearla, probarla a la vez que mis dedos ondeaban por su
humedad como una serpiente revoloteando en la arena para adentrarse en ella. Su
cuello se ladeaba, su pelo tapaba medio rostro. Cerró la mandíbula con fuerza
revelándolo el hueso que se marcaba cerca de su oreja.
Se produjo la primera penetración, rápida y
profunda, como le gustaba. Sus uñas enrojecían mi cara. Mis puños se apretaban
contra la pared dejando su cabeza entre ambos. Era yo el que la miraba
fijamente, el que imponía. La velocidad incrementaba, los cuerpos
convulsionaban cada vez más con cada embestida. Ella gemía sin tapujos creando
un silencioso eco en el lugar. De mí surgían quejidos internos que sólo ella
podría oír, aunque allí estábamos solos.
Quiso sacarme de sí comunicándomelo con su mano. Me
sacó. Seguíamos de pie, me estimuló unos minutos pero rozando aún su cálida
zona mojada. La pulsera roja y negra que llevaba se deslizó hasta la parte más
estrecha de su muñeca debido a los movimientos, sentí su textura rígida en
varias ocasiones en mi zona sensible, después de lo vivido anteriormente lo era
más.
Sus rodillas comenzaron a deslizarse por mis
piernas, flexionándolas. Volvía a ser ella la dominante, la dueña de todo
control. Su lengua tentaba al objetivo final manteniéndose cerca pero sin siquiera
rozarlo. Aspiró a ambos creadores de espermatozoides, se recreó. No sé si me
hubiese puesto más yendo directamente a lo evidentemente estimulante, creo que
ni de lejos. Pero fue donde acabó, provocando la culminación total, el clímax.
Entonces saboreó toda mi esencia dejando escapar parte de ella y permitiendo que el
resto la recorriese por dentro.
Fue como la vuelta a la
tranquilidad, no había tensiones corporales ya en ninguno de nosotros dos.
Apagamos la luz del taller tras un último beso acompañado de
una sonrisa cómplice por ver que muchas de sus tablillas se habían hecho añicos
entre tanta euforia. La puerta se cerró.
Abel Jara Romero