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domingo, 5 de junio de 2016

Microrrelato erótico (XIV)

Con la ciudad bajo mis pies, la embestía contra el ventanal de aquella suite de mi hotel favorito de la capital española. Las vistas eran hermosas, obviando las que todos hubiesen contemplado en un instante de pasión tierna. Yo no, yo sólo podía observarla a ella. A su espalda. A sus glúteos agitándose. Al reflejo de sus pechos aplastados contra el frío cristal. A su cuello forzado hacia atrás para no perderse cada uno de mis rasgos faciales al penetrarla. 
Dándose la vuelta tras una sutil orden mediante unos toques en sus caderas, la senté en el filo de la infinita cama para profundizar en su ser. No quiso mirarme al principio, cuando lo hizo no pude evitar culminar por primera vez. Vaya mirada, qué ferocidad tan bien llevada al terreno más erótico-hermoso. Su lengua relamía sus dientes, exenta de cualquier halo de vergüenza ingería el manjar brotado de mi interior. 
Sus senos deslizaban mi falo provocando que volviese la máxima dureza a él. Una vez conseguida su meta, me la agarró con firmeza y volví a sentir la calidez de su interior corporal. Esta vez ella llevaba el control, yo tan sólo sostenía su cintura siguiendo el ritmo que ella marcaba. Su sudor se deslizaba hasta mezclarse con el mío. Sus leves gemidos iban directos a mi oído derecho por sus intentos incontrolados de querer morderme el cuello. Las convulsiones exóticas de sus piernas mostraban el goce de haber dado con el punto adecuado para transportarla al clímax que jamás había experimentado. Ahí fue cuando le exigí mayor velocidad. Ella controlaba el volante, yo imponía las normas de tráfico. Sin poder ser consciente, sus uñas se clavaron en mi pecho y sus dientes se clavaban en mis labios. Las contracciones de sus paredes vaginales me advirtieron del buen trabajo en equipo que hacíamos.
Por un instante, una mirada mutua nos invitó al descanso. La juventud y la lujuria recaudó mayor poder en nosotros. Sus piernas se abrieron, su flexibilidad tomaba partido entonces. Sus pies rodeaban mi espalda. Con un leve empujón tras una tímida petición de permiso, me llevaba a viajar por su sabor más prohibido. Esta vez yo era el que clavaba miradas en sus ojos desde aquel lugar húmedo. Ella era el mar donde yo buceaba, yo su hambriento tiburón.
El reloj nos distrajo con su inoportuno sonido horrendo. Hacía cuatro horas y media que todo había empezado impulsivamente. No sabíamos cómo parar esa fogosidad. Todo era insaciable. Cuanto más nos dábamos, más nos queríamos dar. Los propios cuerpos nos obligaban a parar, gracias que tienen un límite. Gracias, mi amor, por exteriorizar conmigo tu sexualidad.


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PODER NO DEPENDE DE NUESTRA CONDICIÓN FÍSICA O DE LO QUE NOS RODEA, PODER DEPENDE DE LA DISPOSICIÓN INTERNA DE CADA UNO. Y YO, ¡PUEDO!
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