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viernes, 1 de abril de 2011

Guerra civil

Con una gran alegría os contaré la vivencia de la guerra civil de mi abuelo por parte de padre al que llamo “yayo” desde pequeño para diferenciarle de mi abuelo materno. Me ha conmovido mucho escuchar a mi yayo contándome todos sus recuerdos sobre esa etapa de su vida pero, más que por lo que contaba, por cómo lo contaba porque me transmitía una sensación entre angustia y tristeza que hizo que se me saltasen las lágrimas en varias ocasiones.

Comencé preguntándole, con idea de que se extendiese, que como lo vivió en plan general y él me respondió con mucho ímpetu, brevedad y muy seguro “¡en la miseria y con mucha hambre!” Es ahí cuando me di cuenta de lo mucho que le marcó esa etapa y lo mucho que sufrió. Él tenía apenas 10 años y tuvo que buscarse la vida para conseguir comida y para conseguir vivir. Tuvo que esquivar muchas bombas y me sobrecogió especialmente cuando me contó que vio rodar una cabeza de una mujer por la cuesta de Santa María, allí, en Cáceres. Otro hecho que nunca olvidará fue que vio a un anciano junto a sus dos nietos desolados por todo lo que estaba sucediendo en ese preciso momento a su alrededor, era tal el shock que tenían que el anciano decidió probar suerte quedándose junto a sus nietos sentados en un determinado lugar a la espera de que todo pasara pero en ese día tan amargo, el anciano y sus dos nietos no tuvieron la suerte deseada. Mi yayo vio pasar tres seres humanos aterrados a tres cabezas incrustadas en la pared por causa de una bomba. Aunque parezca mentira, gracias al susto que se llevó mi yayo al ver esas cabezas incrustadas, cayó en una especie de riachuelo al que no bombardearon y por el que logró salvarse. Toda la zona estaba siendo bombardeada pero al riachuelo no tiraron ninguna. Estos dos hechos, tanto el de la cabeza de la mujer rodando como el del anciano con sus dos nietos, fueron los motivos de la culminación de mi emoción al escucharlos. Y es que ¿cómo un niño de diez años puede superar ver una cosa así? Me parece grandioso que fuese capaz de seguir con su vida adelante después de vivir aquellos momentos tan duros.

Otra pregunta que le realicé fue el cómo se sintió al ver tanto sufrimiento a su alrededor, si sintió impotencia por no poder ayudar a los demás o por el contrario no podía preocuparse por ellos ya que ni siquiera su vida estaba en sus manos. Él me contestó que eso lo vivió con mucha pena porque aunque fuese un niño veía que era imposible ayudar a nadie, aquello era un caos. Me dijo que era una lucha permanente por sobrevivir, que tuvo que hacer cosas que ni nos podemos imaginar en estos tiempos y que incluso si intentamos yo y todos vosotros el ponernos en esa situación no llegaríamos a sentir tantos cúmulos de amargos sentimientos porque para sentir todo lo que sintió hay que vivirlo. Me dijo que para que me hiciese una ligera idea de todo aquello, que me iba a describir sus condiciones físicas. Enunció que iba descalzo, que sufría de una inmensa cantidad de piojos y que poseía la enfermedad de la sarna (ácaro que produce picores intensos en la piel). En el ámbito del hambre, me contó que no todos los días tenía la suerte de poderse llevar algo a la boca. Pasó días e incluso semanas sin tener la mínima comida. Se veía en la obligación de robar en los huertos ajenos por lo que adoptó el mote de “El Pipo”, pero lo de robar le duró poco. Lo más común era comer de las sobras que les daban en las colas de los soldados pero en muchas ocasiones tenía que conformarse con comer lo que se encontrase. Es penoso que un niño de 10 años tenga que verse en la situación de comerse una cáscara de plátano pisoteada. Me sorprendió cuando me dijo lo buenas que estaban las cáscaras fritas de patatas transmitiéndome que eso para él fue un manjar por aquel entonces. Otra anécdota respecto a la comida que me sorprendió por su astucia fue cuando me contó que asistían algunas veces, cuando se podía, a partos de burros y que para poder comer, les decían a los dueños de los burros que habían nacido muertos para poder llevárselos. Todo esto me hizo reflexionar para comprender que nunca sabremos lo que es pasar hambre, es más, hoy en día nos permitimos el lujo de elegir lo que comer cada día, cosa impensable en aquellos momentos.

Después de que me contara todo lo anterior, mi pregunta fue que qué hizo para evitar que le pasase todo aquello que estaba viendo que le sucedía a mucha gente a su alrededor. Él me contestó que cuando oían una sirena era el momento de huir porque llegaban los bombarderos a los que llamaban “los pavas”. Corrían hacía un refugio que era un castillo en la Plaza Socorro al lado de donde él vivía. Una anécdota respecto a esto fue que mi yayo conocía a un señor que tenía una pata de palo y, lógicamente, no podía salir corriendo. Este señor se quedaba en su casa teniendo la esperanza de que no le cayese una bomba y así fue, tuvo suerte y logró conservar su vida a pesar de que su casa fuese bombardeada con él dentro.

Cuando se acabó todo, ¿qué sentiste?, esa fue mi próxima pregunta. Y como si le hubiese quitado un peso de encima me respondió “¡un alivio muy grande!”. Me contó que le pasó algo muy curioso. Un señor que repartía pan blanco solamente a las personas adineradas, de ver que se había terminado todo ese sufrimiento y que mi yayo estaba muerto de hambre, le regaló medio kilo de ese pan que mi yayo se comió gustosamente y con mucha ansia después de todo el hambre que estaba pasando. También me contó que cuando terminó todo, mejoró un poco su vida porque pudo ponerse a trabajar como criado y ganaba tres pesetas diarias, muy poco sí, pero con eso conseguía poderse llevar a la boca altramuces, lo que ellos llamaban en Cáceres los “chochos”. Esto puede llevar a mentes bien pensantes y calenturientas a desviar el tema, pero no, los chochos son unos frutos secos amarillos y no una forma nueva de perversión.

Por último, le pregunté que si se arrepentía de algo de todo lo que hizo o si ahora piensa que debería haber actuado de otra manera. Con todas sus memorias transformadas en palabras me dijo que le dio mucha pena que mucha gente muriese pisoteada por ellos mismos. Era tal el caos que la gente que caía estaba destinada a ser pisoteada y a enfrentarse, posiblemente, a la muerte. El poder mantenerse en pie también era señal de conservar tu vida. Mi yayo intentaba salvar algunas vidas cogiendo a las personas de los pies para llevárselas a un rincón seguro y que dejasen de ser pisoteadas. Cuando lograba ver la cara a las personas a las que cogía para salvarlas, se daba cuenta de que ya estaban muertas por lo que dejó de intentarlo después de varios fracasos.

Así es como vivió mi yayo la guerra civil española, desde mi punto de vista, me parece heroico que lograse conservar su vida.

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Abel Jara Romero

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