Una golondrina de agua surcaba el cielo sin evaporarse, sin ser nube siquiera. No volaba, caminaba como yendo por la tierra, pero en el aire levitando a cien metros del suelo. Señorial, sus alas eran como olas chocando con su cuerpo, como las del mar contra la orilla. Todo lo demás era tan aburridamente normal, ella la única tocada por lo exclusivo. Su traje de transparencias absolutas, incluido sus órganos internos, le otorgaba sin darse cuenta cierta invisibilidad.
La soledad le ahogaba, parecía parte de su composición acuosa inundándole la garganta hasta saturar sus vías respiratorias. Tanta diferencia existencial le confería también el augurio de no compartir fácilmente su vida. Lo cierto es que una parte de sí se sentía a gusto consigo misma y a priori no parecería necesitar a nadie, pero como todo ser no podría escapar de su faceta social.
A veces se empeñaba en dar de beber a otros sacrificando parte de sí, pero el no entenderla o, en ocasiones, la envidia por ser distinta hacía que la tratasen de un modo inmerecido antes de tener tiempo de decepcionar o causar rechazo con motivos. Esto le hacía sentir condenada, como vivir una maldición en la cual no tenía derecho a relacionarse al nivel del resto.
Pero el agua es el origen de la vida, y su andar por los senderos celestiales le hacía redescubrirse sin rendición. Pronto aprendió que quienes le despreciaban no merecían sus intentos de agradar. Fue alejándose de esas otras aves que le ponían la comida en el pico y, al mismo tiempo, le hacían el vacío descaradamente y sin venir a cuento.
En uno de sus paseos reflexivos cayó un rayo y evaporó cada átomo de su ser. Fue desde ese día, según iban enterándose uno a uno, que muchos la recordarían por su aguante y falta de amor recibido. Había leyendas de que fue la propia golondrina de agua quien buscó aquel rayo para que jamás nadie volviese a tratar así a otros por ser diferente. Quizá fuesen ciertas o no, pero su recuerdo tuvo todo el amor ausente en vida.
Abel Jara Romero
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Abel Jara Romero