Bueno, como algunos sabéis, he realizado mi primer concurso aprovechando estas fechas. Gracias a esto, he podido comprobar el toque único de cada participante a la hora de escribir, de expresarse. Por esto y por el simple hecho de querer participar en mi concurso, quiero dar las gracias a todos los que se han apuntado. He de decir que no será el único concurso, más adelante abriré otros nuevos.
Sin haceros esperar más, voy a decir ya el nombre de la ganadora del concurso. Después de dudar mucho entre dos de los relatos presentados, he decidido que el relato ganador sea... (por un momento me he sentido una versión mejorada de Mercedes Milá jaja) ...Diana. ¡ENHORABUENA! A continuación, publico ese gran relato que tanto me ha transmitido.
El tercer pitido se hizo oír con fiereza antes de lo que esperaba; a las 05:20. Lo oí con más intensidad que el anterior, porque la máquina que lo produjo se encontraba a tan sólo tres metros de mí. El terrible sonido se me metió muy hondo, hasta la médula, y se grabó a fuego de tal forma que aún hoy consigo oírlo si cierro los ojos durante demasiado rato. Y lo recuerdo con un rumor de fondo, como una lluvia intensa pero lejana, aunque no llovía aquella noche y yo todavía no había empezado a llorar.
A las 05:39 la endemoniada máquina volvió a protestar produciendo el pitido que ya se había almacenado en mi cerebro, pero no llegó a sus cinco segundos de vida porque un médico se abrió paso entre los cuerpos trajeados con prendas inmaculadas y lo silenció de un gesto, apretando un botón de la forma más simple que había hasta que el pitido murió. En ese momento pensé que estaría bien tener un botón así para todas las situaciones, para que cada vez que algo te molestase pudieras pulsarlo y ponerle fin a aquello que te irrita. Yo habría pulsado el botón muchas veces: cuando Timmy me convenció para sacar a pasear sin correa al perro recién adoptado y no logró detenerlo antes de que escapase; cuando mi profesor de instituto, Alaric Jefferson, me humilló delante de toda la clase diciendo que era un irresponsable; cuando pillé a mi novia Gina en la cama con el que era mi mejor amigo, Sam, en una fiesta universitaria; cuando la cagué poco después de conocer a Annabeth y tuve que devanarme los sesos para encontrar una forma de que me perdonase… y en ese momento, habría sido sobre todo en ese mismo instante, a las 03:16 del 24 de Diciembre de 2011, cuando me habría gustado tener un enorme botón rojo que poder pulsar para parar esa situación como se detiene una canción en tu reproductor de música, introducirme en otra escena, otra circunstancia, vivir un momento distinto de mi vida, y olvidarme de aquello que me hacía sufrir de tal forma, borrar esos amargos recuerdos de mi mente y dejar de saborear la sal de mis lágrimas. Sin embargo no tenía un botón mágico y, finalmente, alguien volvió a sacarme de la habitación mientras al médico al que había atacado le ponían hielo en la nariz, el labio y el ojo. Me senté en aquel sillón que parecía para decorar en vez de para sentarse, con aquella simetría y ese aspecto de perfección, pero tan incómodo como si me hubiera sentado sobre una fría placa de metal cubierta por un material más frío todavía. Me llevé las manos a la cabeza otra vez y cerré los ojos. Alguien volvió a ofrecerme una taza de algo, tal vez café, pero esta vez no hice caso y me limité a no tratar de matar a nadie de nuevo. No dejaba de pensar en Annabeth, era inevitable que mi cerebro me recondujese hacia ella a la mínima de cambio, tanto si primeramente pensaba en una baldosa blanca (como aquella vez que dormimos sobre el suelo de la terraza de su casa, de madrugada, porque había perdido las llaves y era demasiado tarde como para llamar a nadie que nos solucionase el problema) como en una taza de café (como cuando nos conocimos en aquel local lleno de fotografías de cantantes de rock y me invitó a algo porque yo no tenía dinero). Y recordar aquellas imágenes en las que éramos felices era tan duro que dolía, pero no era añoranza o tristeza, era dolor real, dolor que te hace estallar el cerebro, te aprieta las costillas, te golpea en el estómago, te agujerea los brazos, te rompe las piernas y te arañe la cara; ese dolor que se intensificaba hasta el punto de no soportarlo, hasta el punto de querer volarse la cabeza con una pistola para no sentir nada nunca más. Y como dolía tanto pensar en Annabeth traté de olvidarme de ella, pero eso era, si cabe, todavía más doloroso, y de todas formas tampoco habría conseguido borrar media vida de un plumazo, así, sin más, en un hospital demasiado iluminado, en medio de una ciudad que era la mía pero que ya no reconocía.
No hubo un quinto pitido, pero a las 07:21 una tromba de médicos salió de la habitación y uno de ellos se encaminó hacia mí con paso inseguro, incómodo, como si estuviese en su casa y quisiera echarme sin parecer maleducado. Carraspeó para llamar mi atención, pero aunque debía de tener el rostro más somnoliento del mundo creo que estaba incluso más despierto que él. Le miré con intensidad y el bajó los ojos un momento hacia sus pies antes de decirme que lo sentía mucho, que habían hecho lo que habían podido pero que no había nada que hacer por ella y que desde ese momento descansaba en paz. <<¿Ella?>> dije yo. <<Annabeth>>.
El médico no dijo nada a mi corrección, posiblemente porque no tenía nada que decir, así que me dio la espalda, recuperó del suelo un gorro rojo de Santa Claus y se marchó por el pasillo, como si hubiese cumplido una gran misión y pudiera ir a cobrar su recompensa.
Me levanté y me acerqué a la habitación de Annabeth. No sabía si me estaba permitido entrar, pero como nadie me detuvo supuse que me dejaban hacerlo. Así que entré, cerré la puerta tras de mí y contemplé a aquel ángel caído del cielo. Me acerqué mientras la observaba: piel clara y tan perfecta como la de una diosa, cejas rubias pero casi inexistentes, ojos cerrados con párpados relajados, bajo los cuales se escondían dos ojos tan azules como el cielo azul; boca pequeña y de labios finos y, normalmente, de un color rosado, pero que en aquel momento eran de un color extraño, amoratado, como si hubiese pasado demasiado rato en el agua helada de la piscina. Y su cabello, su bonito cabello rubio, ese cabello del que me enamoré, el que fue la causa de que me acercara a ella y le hablara en aquel café de Londres, ese cabello que acaricié hasta la saciedad, ese que era tan suave que nunca me cansaba de peinar con los dedos, ese cabello tan largo que le llegaba hasta más allá de los glúteos, ese que siempre desenredaba con un peine después de que se lo lavase. Ese cabello no estaba. La quimioterapia se lo había robado. Y también le había robado la esencia, las ganas de vivir, el optimismo, el brillo que siempre había escondido en la mirada, la alegría, la respiración rápida que la hacía parecer un pajarito, el color tostado de su aura, su sonrisa, la curva de los labios, el guiño de ojos que me hacía todos los días, el olor a rosas, el sabor a chocolate de sus besos, el tacto suave de su cuello, su figura esbelta, su espalda recta, sus piernas torneadas, sus dedos carnosos, sus uñas pintadas, sus bonitas caderas, sus omóplatos perfectos, su tripa musculada, su barbilla redondeada, su rostro ovalado, sus orejas rosadas. Todo aquello le había robado. Le había quitado incluso la ropa, pues allí, tumbada sobre la cama de aquel hospital, estaba cubierta con un feo camisón verde que tuve ganas de quitarle de encima de la piel y triturar hasta que no quedase una sola molécula de él. La quimioterapia le había robado todo eso, pero había sido el cáncer el que se había llevado su pulso. Y cuando le besé la frente fría, cuando acerqué la oreja a su pecho y no oí su corazón, me eché a llorar y no paré hasta que el mío también se detuvo.
Como no, recomendar ese pedazo de blog que posee la autora de este gran relato ganador "KIRTASHALINA". Diana, te dejo aquí la imagen para que demuestres en tu blog que has sido la vencedora y para que la guardes de recuerdo.
Sin haceros esperar más, voy a decir ya el nombre de la ganadora del concurso. Después de dudar mucho entre dos de los relatos presentados, he decidido que el relato ganador sea... (por un momento me he sentido una versión mejorada de Mercedes Milá jaja) ...Diana. ¡ENHORABUENA! A continuación, publico ese gran relato que tanto me ha transmitido.
Aquellas lágrimas en Nochebuena.
El reloj marcaba las 03:16 cuando se oyó el primer pitido. Fue un sonido agudo y apremiante, como una vibración que me instara a escuchar. Y cuando sonó se me paró el corazón, porque aquello marcaba la diferencia entre la vida y la muerte. Antes de que pudiera parpadear una robusta mujer me agarró del brazo y me mandó salir al pasillo. Mis fuerzas se habían debilitado, así que no fui capaz de oponer resistencia y me dejé llevar por el miedo. Observé lo que ocurría por la cristalera que comunicaba el corredor con la habitación, pero alguien bajó una persiana metálica y perdí la visión panorámica del pequeño cuarto de color blanco. Me llevé las manos a la cabeza, presa del pánico, pero no fui capaz de decir nada. Alguien me sentó en una silla y me puso una taza caliente entre las manos mientras me hablaba para tranquilizarme, y aunque yo trataba de observar a aquella persona y entender lo que decía, mis ojos se iban una y otra vez a la puerta de madera que se había cerrado hacía apenas un minuto y mis pensamientos se redirigían sin descanso a Annabeth, que era la que yacía indefensa en aquella habitación en la que no me dejaban entrar.
Cuando pude oír el segundo pitido eran ya las 04:55, pero de eso me enteré más tarde, porque estaba demasiado ocupado luchando con un médico para que me dejase ver a Annabeth. A causa de la adrenalina mi puñetazo tuvo más consecuencias que el suyo y logré llegar hasta la puerta, que pude abrir con tan sólo bajar el manillar, pues nadie la había cerrado con llave. Cuando aparecí, un intruso vestido en chándal entre aquella jauría de animales con bata blanca y estéril, nadie se dio cuenta de mi presencia, o si fue así no me prestaron ninguna atención. Hablaban deprisa y sus movimientos eran apresurados, torpes, como si les faltase el tiempo. Estuve observándoles unos segundos y aunque al principio todo me parecía incomprensible, finalmente conseguí entender que cada uno tenía su función, y que estaban tan ocupados intentando que el pitido no se repitiese que echarme ya no era su prioridad.
El tercer pitido se hizo oír con fiereza antes de lo que esperaba; a las 05:20. Lo oí con más intensidad que el anterior, porque la máquina que lo produjo se encontraba a tan sólo tres metros de mí. El terrible sonido se me metió muy hondo, hasta la médula, y se grabó a fuego de tal forma que aún hoy consigo oírlo si cierro los ojos durante demasiado rato. Y lo recuerdo con un rumor de fondo, como una lluvia intensa pero lejana, aunque no llovía aquella noche y yo todavía no había empezado a llorar.
A las 05:39 la endemoniada máquina volvió a protestar produciendo el pitido que ya se había almacenado en mi cerebro, pero no llegó a sus cinco segundos de vida porque un médico se abrió paso entre los cuerpos trajeados con prendas inmaculadas y lo silenció de un gesto, apretando un botón de la forma más simple que había hasta que el pitido murió. En ese momento pensé que estaría bien tener un botón así para todas las situaciones, para que cada vez que algo te molestase pudieras pulsarlo y ponerle fin a aquello que te irrita. Yo habría pulsado el botón muchas veces: cuando Timmy me convenció para sacar a pasear sin correa al perro recién adoptado y no logró detenerlo antes de que escapase; cuando mi profesor de instituto, Alaric Jefferson, me humilló delante de toda la clase diciendo que era un irresponsable; cuando pillé a mi novia Gina en la cama con el que era mi mejor amigo, Sam, en una fiesta universitaria; cuando la cagué poco después de conocer a Annabeth y tuve que devanarme los sesos para encontrar una forma de que me perdonase… y en ese momento, habría sido sobre todo en ese mismo instante, a las 03:16 del 24 de Diciembre de 2011, cuando me habría gustado tener un enorme botón rojo que poder pulsar para parar esa situación como se detiene una canción en tu reproductor de música, introducirme en otra escena, otra circunstancia, vivir un momento distinto de mi vida, y olvidarme de aquello que me hacía sufrir de tal forma, borrar esos amargos recuerdos de mi mente y dejar de saborear la sal de mis lágrimas. Sin embargo no tenía un botón mágico y, finalmente, alguien volvió a sacarme de la habitación mientras al médico al que había atacado le ponían hielo en la nariz, el labio y el ojo. Me senté en aquel sillón que parecía para decorar en vez de para sentarse, con aquella simetría y ese aspecto de perfección, pero tan incómodo como si me hubiera sentado sobre una fría placa de metal cubierta por un material más frío todavía. Me llevé las manos a la cabeza otra vez y cerré los ojos. Alguien volvió a ofrecerme una taza de algo, tal vez café, pero esta vez no hice caso y me limité a no tratar de matar a nadie de nuevo. No dejaba de pensar en Annabeth, era inevitable que mi cerebro me recondujese hacia ella a la mínima de cambio, tanto si primeramente pensaba en una baldosa blanca (como aquella vez que dormimos sobre el suelo de la terraza de su casa, de madrugada, porque había perdido las llaves y era demasiado tarde como para llamar a nadie que nos solucionase el problema) como en una taza de café (como cuando nos conocimos en aquel local lleno de fotografías de cantantes de rock y me invitó a algo porque yo no tenía dinero). Y recordar aquellas imágenes en las que éramos felices era tan duro que dolía, pero no era añoranza o tristeza, era dolor real, dolor que te hace estallar el cerebro, te aprieta las costillas, te golpea en el estómago, te agujerea los brazos, te rompe las piernas y te arañe la cara; ese dolor que se intensificaba hasta el punto de no soportarlo, hasta el punto de querer volarse la cabeza con una pistola para no sentir nada nunca más. Y como dolía tanto pensar en Annabeth traté de olvidarme de ella, pero eso era, si cabe, todavía más doloroso, y de todas formas tampoco habría conseguido borrar media vida de un plumazo, así, sin más, en un hospital demasiado iluminado, en medio de una ciudad que era la mía pero que ya no reconocía.
No hubo un quinto pitido, pero a las 07:21 una tromba de médicos salió de la habitación y uno de ellos se encaminó hacia mí con paso inseguro, incómodo, como si estuviese en su casa y quisiera echarme sin parecer maleducado. Carraspeó para llamar mi atención, pero aunque debía de tener el rostro más somnoliento del mundo creo que estaba incluso más despierto que él. Le miré con intensidad y el bajó los ojos un momento hacia sus pies antes de decirme que lo sentía mucho, que habían hecho lo que habían podido pero que no había nada que hacer por ella y que desde ese momento descansaba en paz. <<¿Ella?>> dije yo. <<Annabeth>>.
El médico no dijo nada a mi corrección, posiblemente porque no tenía nada que decir, así que me dio la espalda, recuperó del suelo un gorro rojo de Santa Claus y se marchó por el pasillo, como si hubiese cumplido una gran misión y pudiera ir a cobrar su recompensa.
Me levanté y me acerqué a la habitación de Annabeth. No sabía si me estaba permitido entrar, pero como nadie me detuvo supuse que me dejaban hacerlo. Así que entré, cerré la puerta tras de mí y contemplé a aquel ángel caído del cielo. Me acerqué mientras la observaba: piel clara y tan perfecta como la de una diosa, cejas rubias pero casi inexistentes, ojos cerrados con párpados relajados, bajo los cuales se escondían dos ojos tan azules como el cielo azul; boca pequeña y de labios finos y, normalmente, de un color rosado, pero que en aquel momento eran de un color extraño, amoratado, como si hubiese pasado demasiado rato en el agua helada de la piscina. Y su cabello, su bonito cabello rubio, ese cabello del que me enamoré, el que fue la causa de que me acercara a ella y le hablara en aquel café de Londres, ese cabello que acaricié hasta la saciedad, ese que era tan suave que nunca me cansaba de peinar con los dedos, ese cabello tan largo que le llegaba hasta más allá de los glúteos, ese que siempre desenredaba con un peine después de que se lo lavase. Ese cabello no estaba. La quimioterapia se lo había robado. Y también le había robado la esencia, las ganas de vivir, el optimismo, el brillo que siempre había escondido en la mirada, la alegría, la respiración rápida que la hacía parecer un pajarito, el color tostado de su aura, su sonrisa, la curva de los labios, el guiño de ojos que me hacía todos los días, el olor a rosas, el sabor a chocolate de sus besos, el tacto suave de su cuello, su figura esbelta, su espalda recta, sus piernas torneadas, sus dedos carnosos, sus uñas pintadas, sus bonitas caderas, sus omóplatos perfectos, su tripa musculada, su barbilla redondeada, su rostro ovalado, sus orejas rosadas. Todo aquello le había robado. Le había quitado incluso la ropa, pues allí, tumbada sobre la cama de aquel hospital, estaba cubierta con un feo camisón verde que tuve ganas de quitarle de encima de la piel y triturar hasta que no quedase una sola molécula de él. La quimioterapia le había robado todo eso, pero había sido el cáncer el que se había llevado su pulso. Y cuando le besé la frente fría, cuando acerqué la oreja a su pecho y no oí su corazón, me eché a llorar y no paré hasta que el mío también se detuvo.
Como no, recomendar ese pedazo de blog que posee la autora de este gran relato ganador "KIRTASHALINA". Diana, te dejo aquí la imagen para que demuestres en tu blog que has sido la vencedora y para que la guardes de recuerdo.
Impresionante. Felicidades a la ganadora :)
ResponderEliminarpor fin puedo comentar;P
ResponderEliminarWeeee me alegro mucho por ella de verdad:D
Seguro que se lo merecia ;P
Un besoooteee
Un relato fabuloso donde los haya. ¡Enhorabuena, Diana! ^^
ResponderEliminar