Adoro el olor particular de la cascada de tu cabellera que se balancea con el soplo del viento. Ese vaivén que fluye, desprendiendo un aroma envolvente, cuando las astillas de mis manos interrumpen mi sinfonía muda preferida. Existen muchos tipos de cascadas, unas con mayor caída que otras, pero el encanto de la tuya me eleva donde el paraíso se queda relegado a ser casi un infierno.
Estupefacción por las cuevas habitadas de tu rostro. Seres exclusivos las decoran con sus antorchas, a distinta intensidad. Mi mirada desconocía la belleza de tales formaciones exóticas salvaguardándose bajo el calor de unas cejas inquietas. Cuando echan el cierre, con sus lonas carnales, mi imaginación se deja llevar pensando en las posibles retransmisiones que estarán creando los sueños en tu oscuridad más íntima. ¿Cómo vivirás esos instantes? ¿Cómo te sentirás cuando permaneces en la transición entre realidad común y realidad personal? Ese misterio crea en mí un sin vivir por ser consciente de que jamás podré conocer ese mundo interno tuyo, incluso si te decidieses a describírmelo. Así que, entre frustración y frustración, mis pupilas se dilatan para contemplar con el máximo detalle los pliegues de esas lonas. Unas lonas que me envían señales de ese mundo tuyo, unas lonas que se mueven como si un terremoto hubiese tomado el control de tu oscuridad. Yo me inquieto entonces, deseo con lo más profundo de mi ser estar observando un mero parpadeo y que por favor no sea un acto involuntario producido por una pesadilla que te lo esté haciendo pasar mal. Cuando el sol vuelve a iluminar los filamentos de tus retinas, me rindo a la complejidad del mecanismo de esas lonas. Son incesantes, es como si quisieran arrebatarme las maravillosas vistas que esconden tras de sí. Cada pocos segundos te obligan a ocultarme el interior, cada pocos segundos tengo que reiniciar mi búsqueda en la transparencia de tus ojos.